Comentario
En que se cuenta la venida del presidente don Juan de Borja, del hábito de Santiago; la venida del arzobispo don Pedro Ordóñez y Flórez; su muerte; con algunos casos sucedidos durante el dicho gobierno. La venida del arzobispo don Fernando Arias Ugarte
Entrádosenos ha por las puertas el tiempo en que al Nuevo Reino de Granada le trocaron la garnacha de su gobierno por una capa y espada. En si ha sido acertado o no, yo no me entremeto. En la voz del vulgo y votos del común no hay punto fijo, porque unos dicen que lo entierren; y otros, que no sea enterrado. Lo que a mí toca es decir de dónde se originó esta mudanza, que pasa así:
Dos caminos hay por donde este Reino tiene su trato y comercio con el del Pirú y gobernación de Popayán. El uno que va por la mesma gobernación, y el otro que va por el valle de Neiva, y éste es el más breve. Por el de la gobernación se pasan y atraviesan el Río Grande de la Magdalena y el río del Cauca.
Yendo por el valle de Neiva, se descabezan estos dos ríos por sus nacimientos, porque nacen de una misma cordillera, y fenece en los llanos de Ibagué, torciéndose la vuelta del oeste hacia la ciudad de Cartago, que desde su nacimiento, que es la culata que cae a las espaldas del real de minas y ciudad de Almaguer, hasta los dichos llanos de la ciudad de Ibagué, corre cien leguas, poco menos.
La cordillera principal, de donde ésta se descuelga, comienza desde Caracas, gobernación de Venezuela, pasando por muchas provincias conquistadas y por conquistar, y para asimismo lindando con algunas ciudades de las de este Reino hasta meterse por las provincias del Pirú, siempre en tierra perlongada por más de mil leguas, todas de tierra firme. Esta, como árbol principal, arroja de sí sus ramas; unas a unas banda y otras a otra, que corren a diferentes partes. Querer hacer la descripción de esta tierra sería nunca acabar. Sólo trataré de la que hace a mi propósito, que es la que arroja de sí estos caudalosos ríos, Cauca y el de la Magdalena, que éste nace en esta banda del este y hace su curso corriendo al norte, sin atravesar provincias ningunas, hasta entrar en la mar. El del Cauca nace de la banda del oeste, y atravesando por partes de la gobernación de Popayán, Santa Fe, Antioquia y lindando con el real de minas de la ciudad de Zaragoza, por bajo de la villa de Mompós. Junto al pueblo de indios de Tocaba. se junta con el de la Magdalena, habiendo éste recorrido desde su nacimiento más de trescientas leguas, y el del Cauca al pie de quinientas. Desde este puesto, juntos hacen su curso a la mar, entrando en ella entre las dos ciudades de Santa Marta y Cartagena, sirviéndoles de mojón a sus jurisdicciones.
Pues volviendo al nacimiento de estos dos ríos y a su cordillera, digo que había en ella las naciones de indios siguientes: los paeces, nación belicosa; los pijaos, caribes que comían carne humana; los apojos, los coyaimas y natagaimas, y los de San Sebastián de la Plata, con otras naciones que descuelgan a la parte de Popayán y Almaguer. Los coyaimas, natagaimas y aponjas fueron indios retirados de aquel primer apuntamiento que se hizo cuando el mariscal Hernán Venegas conquistó a los panches de Tocaima. Los paeces eran naturales de aquella cordillera; los pijaos no lo eran, porque aquellos naturales todos decían que esta nación vino de aquella parte del Darién, huyendo y vencidos. Atravesando las muchas y ásperas montañas que hay desde aquel río a esta cordillera, allegó esta bandada de langostas al asiento y población de los paeces, con los cuales trataron amistad y parentesco, y como gente belicosa se apoderó de lo más de aquella cordillera. No me haga cargo el lector de que me dentengo en estas relaciones, porque le respondo: que gasté los años de mi mocedad por esta tierra, siguiendo la guerra con algunos capitanes timaneses.
Esta cordillera tiene sus tierras de esta manera: las que dan vista al Río Grande de la Magdalena y valle de Neiva son tierras rasas, de sabanas que no tienen montaña; las que caen a la banda de la gobernación de Popayán y río del Cauca son tierras de fragosas montañas; y asimismo, en el medio de esta cordillera, hay un sitio que llaman Los Órganos, que son unos picachos muy altos (unos más, otros menos), que por esta razón los llaman órganos; y tal vez ha sucedido hablarse dos soldados, el uno en un picacho y el otro en otro, y entenderse las razones, y para juntarse ser necesario caminar todo un día en subir y bajar un picacho de éstos.
De esta banda del Río Grande, y por encima del valle de Neiva hacia este Reino, corre otra cordillera. En ella residen los duhos y bahaduhos, que estas naciones eran la carne del monte de los pijaos, que salían a caza de ellos como acá se sale a caza de venados; y vez nos sucedió que habiendo dado un aluaso sobre el cercado del cacique Dura, a donde hallamos retirada la gente, porque nos sintió la espía y les dio aviso, halláronse solas dos indias viejas que no pudieron huir, y un chiquero de indios duhos, que los tenían allí engordando para comérselos en las borracheras. Este chiquero era de fortísimos guayacanes, y la entrada tenía por lo alto, que se subía por escaleras. Sacámoslos, sirvieron algunos días de cargueros, y al fin nos dieron cantonada huyéndose. Los palos de la redonda del cercado estaban todos llenos de calaveras de muertos. Dijeron las indias viejas que eran de españoles de los que mataban en los caminos, y de las guerras pasadas. En medio del patio había una piedra muy grande, como de molino, con muchos ojos dorados; dijeron que allí molían oro. Allí hallamos escopetas hendidas por medio, hechas dalles que las cortaban con arena, agua y un hilo de algodón. Las armas de toda esta gente eran lanzas de treinta palmos, dardos arrojadizos, que tiraban con mucha destreza, macanas, y también usaban de la honda y piedra, porque pijaos y paeces traían guerra; y siempre la trajeron con coyaimas y natagaimas, aunque para ir contra españoles o a robarlos y saltearlos, todos se aunaban.
Pues estas gentes, por más tiempo de cuarenta y cinco años, infestaban, robaban y salteaban estos dos caminos, matando a los pasajeros, hombres, mujeres, niños, sacerdotes, con todos los criados y gente que los acompañaban. Muchas veces salieron capitanes a guerrearlos, entrándoseles a sus propias tierras; pero como tenían las dos fuertes guaridas del Río Grande y de las montañas, hacíase poco efecto. Pues llegó a tanta desvergüenza el atrevimiento de esta gente, que quemaron y robaron tres ciudades: la de Neiva, el año de 1570; la ciudad de Paéz, el año de 1572; la ciudad de San Sebastián de la Plata, el de 1577; y últimamente acometieron a la ciudad de Ibagué, como diré en su lugar.
Y pues he hecho este nuevo discurso para dar a entender la causa de la mudanza de los gobernadores, quiero decir un poquito de lo que sucedió en aquellos tiempos, que en ello seré breve. El capitán Sebastián Quintero, conquistador que fue de Guatemala, y después lo fue de Quito y gobernación de Popayán, pobló un pueblo en una provincia de las de esta cordillera, vertientes a Popayán, y púsole por nombre San Sebastián de los Cambis. De los primeros alcaldes que en ella puso, fue el uno Álvaro de Oyón, y el más antiguo, que en aquellas jornadas procuró siempre honrarle por ser su patria, que ambos eran de la villa de Palos, en el condado de Niebla. Y el pago que el Álvaro de Oyón le dio a esta buena amistad, fue matarle, y al otro alcalde su compañero, alzándose contra el real servicio, ayudado de soldados desterrados de Gonzalo Pizarro, el tirano, y otros que le seguían más por fuerza que de grado. Muertos el capitán y el alcalde, lo primero que hizo fue despoblar el pueblo de los Cambis, y de allí vino sobre la villa de Timaná y sobre la de Neiva, a donde hizo muchos daños. De aquí revolvió sobre la ciudad de Popayán, a donde le prendieron con parte de los suyos, y de todos ellos hicieron justicia, quitándoles las cabezas y poniéndolas en la plaza de aquella ciudad, en el árbol de justicia que en ella había.
De este alzamiento de Álvaro de Oyón se le pegó el daño al licenciado Juan de Montaño, ahijándole aquella carta en que pedía los cuatro caballos de buena raza, que sus contrarios le probaron que no eran sino capitanes lo que pedía para fomentar el alzamiento que pretendía hacer en este Reino, que todo debió ser malicia, o algunos humos de aquellos alzamientos que en aquella sazón andaban, que eran los de Gonzalo de Pizarro en el Pirú, los de Francisco Hernández Girón en el Cuzco, los Contreras en Panamá, Lope de Aguirre en el Marañón o Río de Orellana, y Álvaro de Oyón en la gobernación de Popayán.
En este Reino no se ha sentido tirano alguno, aunque hubo aquellas revueltas del licenciado Monzón y los demás, aquellas tiranías eran de amor y celos, que no son también de poco riesgo a los que se envuelven en ellas.
Y pues hemos dicho el origen de la mudanza y trueque de los gobernadores, volvamos a tratar de ellos y sus cosas.
* * *
Por muerte del presidente don Francisco de Sandi, quedó gobernando este Nuevo Reino el licenciado Diego Gómez de Mena, en compañía de los oidores Luis Enríquez, don Luis Tello de Erazo, el licenciado Lorenzo de Terrones y el licenciado Alonso Vásquez de Cisneros, que la prudencia suya no daba lugar a que hubiese disgustos entre los demás oidores, aunque no faltaban encuentros. El oidor Lorenzo de Terrones fue con la misma plaza a México. De lo demás ya dije su mudanza. El doctor don Luis Tello de Erazo se fue a Sevilla, que no quiso pretender plaza, porque trocó la garnacha por una dama con quien se amigó y casó y herido del mal francés murió en aquella ciudad.
Por septiembre del año de 1605, vino por presidente de esta Real Audiencia don Juan de Borja, nieto del duque de Gandía, que fue religioso y prepósito general de la Compañía de Jesús. Escogiólo el rey soldado y no letrado, si bien estudiante, discreto y de sana intención, para que pacificase a los indios pijaos y allanase los dos caminos del Pirú, que los ocupaban con sus salteamientos, como queda dicho.
El presidente, como tan gran caballero que era, gobernaba este Reino con gran prudencia, manteniéndole siempre en paz y justicia. Era su condición amorosa, su despidiente de caballero cristiano; todos en común le amaban, respetaban y obedecían. Pues habiendo puesto orden en lo que convenía tocante a su gobierno, trató de la guerra. Nombró capitanes, despachó tropas de soldados, hizo entrar en la tierra y correrla; fue personalmente a la guerra, y asentó su real en el asiento del Chaparral, a donde lo dejaremos por agora, porque nos llaman los visitadores que vinieron en esta sazón, y otras cosas que sucedieron en estos tiempos.
Por la muerte del licenciado Salierna de Mariaca, visitador, envió el rey, nuestro señor, a don Nuño Núñez de Villavicencio, a que acabase la visita de la Real Audiencia, con el mesmo cargo y título de presidente de las Charcas, acabándola. Entró en esta ciudad por septiembre del dicho año de 1605, que fue luego tras el presidente; y habiendo comenzado la visita, en el siguiente de 1607 murió.
En su lugar vino por visitador el licenciado Álvaro de Zambrano, oidor de la Real Audiencia de Panamá. Prosiguió en la visita, concluyéndola. Al contador Juan Beltrán de Lazarte, que lo era de la real caja, se la tomó apretada, que por haber alzado bienes, para descubrirlos le dio tormento; y lo propio hiciera de Gaspar Lope Salgado, amigo del contador, y de Pedro Suárez de Villena, a los cuales hacía cargo que tenían muy gran cantidad de moneda del dicho contador.
Con el Gaspar López se hizo la diligencia hasta mandarle desnudar, y estándose desabotonando el sayo, dijo: "Hasta aquí puede llegar un amigo por otro". Con lo cual declaró la moneda que estaba en su poder. El Pedro Suárez de Villena no quiso allegar a romper estas lanzas, porque luego declaró lo que tenía del contador Lazarte, al cual con lo actuado lo envió el visitador a España, de donde salió bien de sus negocios; y yo vi carta suya, que me la mostró Nicolás Hernández, portero, en que le daba cuenta de cómo le había ido en el Real Consejo. Por final decía que, acabadas sus cosas y fuera ya de ellas, había empleado cuarenta mil reales de a ocho, con que se ve que no quedó pobre de la visita. Fueron algunas personas a casa del visitador Zambrano a buscarle para tratar algunas cosas, y no le hallaron, porque había dos días que iba caminando la vuelta de Lima, para donde estaba proveído por alcalde de Corte.
Entre los hombres que vinieron con el visitador Álvaro Zambrano, vino Francisco Martínea Bello. Este casó en esta ciudad con doña María de Olivares, hija de Juan de Olivares, sobrino de María Blasa de Villarroel, mujer de Diego de Alfaro, el mercader. De este matrimonio parió la doña María de Olivares una hija, de lo cual el Francisco Martínez Bello tomó mucho enfado, e importunó muchas veces a la mujer que matase esta criatura. Pensamiento cruel y de hombre desalmado y dejado (si se puede decir) de la mano de Dios. ¡Como si la madre y la hija fuesen parte, o culpantes, en el engendrar y nacer! De no querer la mujer cumplir lo que el marido le ordenaba, había disgustos entre ellos.
Pues sucedió que enfermó la María Blasa de Villarroel, tía del Juan de Olivares, y para sacramentarla llevaron un crucifijo de la sacristía de Santo Domingo, para aderezar un altar. Pues habiéndola sacramentado, al cabo de dos o tres días, vino el sacristán por el cristo. Estaba sentada la doña María de Olivares junto a la cama de la enferma; entró el fraile y sentóse junto a ella (hoy es vivo este fraile, y es tal persona, que en el discurso de su vida no se le ha sentido flaqueza ninguna en esta parte). Pues entró el Francisco Martínes Bello, y como vio sentado al fraile junto a la mujer, se alborotó, y de aquí dijeron que se originó hacer el mal hecho que hizo. Andaba el Francisco Bello buscando ocasión para sacar a la mujer de Santa Fe, para ejecutar su mal intento; y en fin, el tiempo se la trajo a las manos.
Con achaque de que iba al valle de Ubaté a negocios suyos, y que no podía volver tan presto, recogió todo el dinero que tenía y joyas de la mujer, y con ella, la niña y una negra que la cargaba, salió de esta ciudad para el dicho valle; y habiendo pasado del Portachuelo de Tausa se apartó del camino, metiéndose por dentro de unos cerrillos y escondrijos. Apeóse del caballo, apeó a la mujer, sacaron la comida que llevaban y sentáronse a comer. El Francisco Martínez Bello diole a la negra la comida para ella, y mandóle que caminase, con lo cual se quedaron los dos solos. ¿Quién podrá, Señor soberano, guardarse de un traidor encubierto, casero, y con rebozo de amigo? Sólo Vuestra Majestad puede prevenir aquesto. La traición es una alevosía, determinación injusta y acordada contra un hombre descuidado y libre de ella.
Cuando el Francisco Martínez vio que la negra iba ya lejos, echó vino en un vaso y diole a la mujer para que bebiese. Ella lo tomó, y poniendo el vaso en la boca para beber, descubrió el cuello de alabastro. A este tiempo, aquel traidor encubierto, le tiró el golpe con un machete muy afilado, que ya días había tenido prevenido, como constó de su confesión, con el cual golpe aquella inocente y sin culpa quedó degollada y sin vida en aquel desierto.
Bórrese, si fuera posible, de la memoria de los hombres tal hombre, o no se le dé nombre de hombre, sino de fiera cruel e infernal, pues dio la muerte a quien nada le debía y a quien por leyes divinas y humanas debía amparar y defender. ¿Dije borrar de la memoria de los hombres este hombre? No podrá ser, porque hay mucho actuado sobre este caso, y se escribió largo sobre él. Dícese comparativamente y por excelencia, más cruel que tigre de Hircana, más que can de Getulia, más que osa de Libia y más que la misma crueldad, que todo cabe en un traidor como éste.
Era Nerón tan cruel de naturaleza, que era su vida no darla a nadie; el cual, entre otras y execrables crueldades que cometió, fue que por sólo su gusto hizo matar a su madre Agripina. Este hizo pegar fuego a la ciudad de Roma, sin tener respeto a cosa sagrada, mandando que ninguno lo apagase, ni pusiese en cobro nada de sus haciendas; y así ardió siete días y noches la ciudad, y él se holgaba de ver este espectáculo de su patria. Mandó asimismo matar a infinitas gentes y fue el primero que persiguió a los cristianos, y en su tiempo fue la primera y notable persecución de la iglesia. Entre los famosos crueles es contado Herodes, rey que fue de los judíos, que después de haber muerto ciento y cuarenta y cuatro mil niños inocentes, pensando matar al Salvador del mundo, y entre ellos a sus mismos hijos, y habiendo sido cruel toda su vida, lo quiso ser también después de muerto; y estando para ello, mandó llamar a todos los principales de Jerusalén y encerrarlos en una sala, y le mandó a su hija que en muriendo él los matasen a todos; y esto hacía porque sabía que todos le querían mal y también porque llorasen todos por los muertos y tuviesen tristeza en su muerte, por fuerza.
La negra con la niña había caminado con gran diligencia, y metiéndose en una estancia a donde esperaba a su señora, vido venir al Francisco Martínez Bello, solo. Escondióse de él, y habiendo pasado, como vio que su señora no venía, dijo en aquella posada lo que pasaba, de que se tuvo mala sospecha; y aunque era ya tarde se dio aviso al alcalde de la hermandad, que estaba cerca, que aquel año fue Domingo de Guevara, el cual vino al punto; y el día siguiente, guiados por la negra, fueron al lugar donde los había dejado, a donde hallaron degollada a la inocente señora. Llevaron el cuerpo a darle sepultura. El alcalde despachó luego cuadrilleros y gente que siguiesen al matador, el cual como no topó la negra, que iba con intento de matarla también y la niña, que así lo confesó; pero guardábala Dios, y nadie la podía ofender. Hoy es viva esta señora, y muy honrada; está casada con Luis Vásquez de Dueñas, receptor de la Real Audiencia.
El Francisco Martínez, como no pudo alcanzar a la negra, salióse del camino real, echándose por atajos y veredas no usadas. Pasó la voz del caso a la ciudad de Santa Fe. La Real Audiencia despachó jueces en virtud de la querella que el Juan de Olivares, padre de la difunta, había dado. Por una y otra parte le iban siguiendo, por la noticia que de él se daba.
Había traído el Bello a sí una guía a trueque de dinero. Llegaron al río de Chicamocha, que venía muy crecido y se pasaba por tarabita. Pasó la guía primero y díjole al Francisco Martínez Bello que pasase, el cual no se atrevió a pasar, porque el traidor no tiene lugar seguro, y el cruel muere siempre a manos de sus crueldades. Porque como Dios Nuestro Señor es justificado en sus cosas y obras, mide j los hombres con la vara que ellos miden. Aunque la guía volvió a pasar a donde estaba el Bello y le importunó a que pasase, no lo quiso hacer, con lo cual volvió a pasar el río y siguió su viaje, dejándole allí al Francisco Martínez, el cual se metió por una montañuela de las del río, a donde se echó a dormir. Uno de los cuadrilleros que le venía siguiendo y siempre le traía el rastro, lo prendió en este puesto, y traído a esta ciudad y apremiado, confesó el delito con todas sus circunstancias; y substanciada la causa, la Real Audiencia lo condenó a muerte de horca, la cual se ejecutó. Perdone Dios a los difuntos, y a todos nos dé su santa gracia para que le sirvamos.
* * *
Volviendo a nuestro presidente, que le dejamos en el chaparral con sus capitanes y soldados, digo: que para que se entienda la perversidad de estos indios y sus atrevimientos, estándole corriendo la tierra los españoles y el presidente en el Cahaparral, una noche acometieron a la ciudad de Ibagué y le pusieron fuego por una parte, robando y matando mucha gente, así de los naturales como de los vecinos, llevándose algunas mujeres; la otra parte del pueblo se defendió mejor hasta resistirlos, con lo cual se retiraron. El capitán general, informado de este caso, hizo grandes diligencias, y la mayor fue atraer a sí de paz a los coyaimas y natagaimas, que éstos, con cuña del mismo palo, hendieron la tierra y acompañados de los españoles, fueron consumiendo los pijaos y las reliquias que había de los paeces, cuyos enemigos eran. Cobraron la gente que se habían traído de Ibagué; lanzaron de aquella tierra aquella mala pestilencia de pijaos, sin que se halle el día de hoy rastro ninguno. Dieron la obediencia al rey, nuestro señor, y quedaron por pueblos suyos, con lo cual se allanaron los caminos; se aseguró la tierra; se volvió a poblar la villa de Neiva, y toda aquella tierra está poblada de muchas estancias y hatos de ganado mayor. En todo dejó el presidente muy buen orden y gobierno, con lo cual se volvió a esta ciudad, acompañado de sus capitanes y soldados. No pongo particularidades de esta guerra, porque entiendo que está escrita.
Entre los disgustos que tuvo el presidente don Juan de Borja durante su gobierno, fue uno de ellos el siguiente:
Tenía por sus criados, entre los demás, a Antonio de Quiñones, hidalgo noble, y a Juan de Leiva. Diole el presidente en la ciudad de Tunja al Antonio de Quiñones el corregimiento de Toca. Era encomendera de este pueblo doña María de Vargas, viuda del capitán Mancipe, moza, rica y hermosa, señora y dueña de su voluntad y libertad.
Déjame, hermosura, que ya tienes por flor el encontrarte a cada paso conmigo, que como me coges viejo, lo harás por darme pasagonzalos, pero bien está. La hermosura es red, que si la que alcanza este don la tiende, ¿tal cual pájaro se le irá? Porque es red barredora de voluntades y obras. La hermosura es don de naturaleza, que tiene gran fuerza de atraer a sí los corazones y benevolencias de los que la miran. Pocas veces están juntas hermosura y castidad, como dice Juvenal.
Los años nuevos, gala y gentileza de Antonio de Quiñones, y los tiernos de doña María de Vargas y su hermosura, que sin gozarla se marchitaba, el trato y comunicación de los dos, con la ocasión que se les puso en medio, todas estas cosas juntas abrieron puerta a estas amistades, con palabra de casamiento, sin entender el frasis de esta palabra, porque es lo propio que decir que en CASAMIENTO, pues corre esta palabra con aquella respuesta que daba el oráculo de Apolo délfico al pueblo gentílico cuando le consultaban para ir a la guerra: Ivis revidis non morieris in bello. Por manera que con adverbio non los engañaba. "Si salían vencidos y volvían a él con las quejas del engaño, decía: "Yo no os engañé porque os dije la verdad --Ivis, iréis, non redivis, no volveréis, morieris in bello, moriréis en la guerra". Si salían vencedores y le iban a dar las gracias, con el mismo adverbio non los engañaba: --Ivis, iréis, revidis, volveréis, non morieris in bello, no moriréis en la guerra". Lo propio tiene la palabra de casamiento, porque tiene quitadas muchas flores y muchísimos honores, que tal o cual vez sale con victoria. En conclusión, con esta palabra estos amantes, sin sacar licencia ni esperar que el cura los desposase, ellos se velaron con velas de sebo.
Acompañaba al Antonio de Quiñones el Juan de Leiva, que era sabidor de estas amistades, y muchas veces tercero en ellas. Al cabo de muchos días y tiempo, llegó el día en que la doña María de Vargas le pidió al Antonio de Quiñones el cumplimiento de la palabra de casamiento que le había dado, el cual se la revalidó condicionalmente, diciendo: que la cumpliría, "dando de ello primero cuenta al presidente, su señor"; que habiéndole dicho el Antonio de Quiñones su pretensión, le dijo el presidente que no se casase; con lo cual mudó de intento el Quiñones, y la doña María de Vargas, sentida del agravio, se apartó de su amistad, de manera que ya no se hablaban ni comunicaban.
El Juan de Leiva, que vio muerto el fuego que había entre los dos, puso el pensamiento en casarse con la doña María de Vargas; y engañóse, porque aquella brasa de fuego que él tenía por muerta, no estaba sino cubierta con las cenizas de aquellas dos voluntades, que al primer soplo había de revivir y encenderse, y particularmente con el soplo de la privación, que es fortísimo. En fin, el Juan de Leiva dio parte de su intento al Antonio de Quiñones, rogándole que pues no se casaba con doña María de Vargas y su amistad era acabada, que él se quería casar con ella, y que tomase la mano y la metiese en efectuarlo. El Quiñones se comprometió y echó personas que lo tratasen con la doña María, cargando la mano el Antonio de Quiñones en abonar la persona del Juan de Leiva y su nobleza, con lo cual la doña María de Vargas hubo de dar el sí del casamiento.
Cuando llego a considerar este negocio, considero en él la fragilidad humana, que ciega de su apetito y gusto, cierra ambos ojos a la razón y las puertas al entendimiento. Esta señora no podía estar olvidada de que Juan de Leiva era sabedor de sus flaquezas, ni tampoco él ignoraba estas amistades, pues que había sido tercero en ellas. ¿Con qué disculpas disculparé estas dos partes, o con qué capa las cubriré? Si quisiere decir que el nuevo estado mudaría las voluntades, no me atrevo a mandar en casa ajena. Capa no hallo ninguna, ni nadie la quiere dar, porque dicen la romperá el toro, que en tal paró ello; y así llevaron el pago de su atrevimiento. Cudicia de ser encomendero despeñó al Juan de Leiva, que no sabía, ni todos saben, la peste que trae consigo esta encomienda, que como es sudor ajeno, clama el cielo.
¡Maldita seas, cudicia, esponja y harpía hambrienta, lazo a donde muchos buenos han caído, y despeñadero a donde han sucedido millones de desdichas! Naciste en el infierno y en él te criaste, y agora vives entre los hombres, a donde traes por gala, tinta en sangre, la ropa que vistes; y por cadena al cuello, traes ya el engaño, tu pariente, eslabonado de víboras y basiliscos, y por tizón pendiente en ella al demonio, tu padre; el cual te trae por calles y plazas y tribunales, salas y palacios reales, y no reservas los humildes pajizos de los pobres, porque tú eres el sembrador de sus cosechas. ¡Maldita seas, cudicia, y para siempre seas maldita! Entraste en el seno de Juan de Leiva, espoleástele con la cudicia de la encomienda del pueblo de Toca y sus anexos; cerró los ojos a la razón, y con la facilidad de la dama se concluyó el casamiento, y últimamente se vinieron a vivir a esta ciudad de Santa Fe; y estando en ella, podemos decir, y cabe muy bien, que "donde amor ha cabido no puede olvido caber".
Los dos amantes se comunicaban por escrito y de palabra. El Juan de Leiva, lastimado y asombrado de algunas cosas que había visto y de algunos papeles que había cogido, gastada la paciencia, le dijo al presidente don Juan de Borja, su señor, que le mandase a Antonio de Quiñones que no le entrase en su casa ni la solicitase, porque votaba a Dios que lo había de matar; y con esto le dijo el presidente lo que pasaba, y le mostró los billetes y papeles que había cogido.
El presidente no se descuidó en avisar al Antonio de Quiñones, porque el uno y el otro eran sirvientes de su casa, mandándole expresamente, y so pena de su gracia, no fuese ni entrase en casa de Juan de Leiva, ni le solicitase a la mujer. Con esto, el Antonio de Quiñones vivía con cuidado, aunque no se podía vencer ni retraerse de las ocasiones que se le ofrecían, porque toda esta fuerza hace la privación de la cosa amada. El Juan de Leiva tampoco se descuidaba de seguirle los pasos al Quiñones y cogerle los papeles y billetes con las correspondencias. Al fin, vencido de la fuerza de la honra, si podemos decir que la tiene quien sabía lo qué él sabía y se casó de la manera que él se casó; en fin, él se determinó a matar a los dos amantes, la cual determinación puso en ejecución de la manera siguiente.
Con la pasión de los celos vivía con notable cuidado, espiando de día y de noche, y muchas veces se antojaba ver visiones, como dijo San Pedro en la prisión, aunque en este caso las llamaremos ilusiones del demonio o gigantes de su propia imaginación, que le hacía creer lo fingido por verdadero; que éstas son las ganancias de los que andan en malos pasos. Pues arrebatado de esta falsa imaginación y pensando que el Antonio de Quiñones estaba con la mujer, le sucedía muchas veces, de noche y de día, entrar a su casa por las paredes, armado y con dos negros con sus alabardas, y allegar hasta la cama de la mujer sin ser sentido, y después de haber buscado todos los rincones y escondrijos de la casa, volverse a salir de ella sin hablar con la mujer ni decille cosa alguna, con lo cual la traía tan amedrentada y temerosa, que determinó de irse a un convento de monjas; y pluguiera a Dios hubiese puesto en ejecución tan buen pensamiento, que con esto excusara las muertes y daños que hubo; pero como tengo dicho ya otra vez, que cuando Dios Nuestro Señor permite que uno se pierda, también permite que no acierte en consejo ninguno que tome; esto por sus secretos juicios.
Con este intento, la doña María de Vargas se salió de su casa y se fue a casa del presidente, don Juan de Borja, al cual suplicó favoreciese sus intentos, diciéndole que en poder de Juan de Leiva traía la vida vendida, contándole lo que con él le pasaba. El presidente la aquietó, y tomó la mano en hacer estas amistades, que no debiera; pero pensó que acertaba, y engañóse. Hízolos a todos amigos, como criados que eran de su casa y que habían pasado con él de Castilla a las Indias, amonestando muy en particular y en secreto al Antonio de Quiñones no entrase en casa de Juan de Leiva ni tratase con su mujer. Con esto el Quiñones determinó pasarse al Pirú, y trataba de hacer su viaje. El Juan de Leiva puso la mira en salirle al camino y matarle en él, porque del rabioso mal de celos es éste su paradero.
Los celos son un eterno desasosiego, una inquietud perpetua, un mal que no acaba con menos que muerte, y un tormento que hasta la muerte dura. El hombre generoso y que es señor de su entendimiento ha de considerar a su mujer de tanto valor, que ni aun por la imaginación le pasara ofenderle; y él se ha de tener en tanta estima, que sólo su ser le haga seguro de semejante ofensa y afrenta. Lo que se saca de tener celos es que si es mentira, nunca sale de aquel engaño, antes se va en él consumiendo siempre; y si es verdad, después le pesa de haberlo visto, y que será más estarse en duda. Pongo por ejemplo: cuando cogió Vulcano en el lazo a su mujer Venus y a Marte, llamó a todos los dioses para que lo viesen, y él se deshonró, y en los dos amantes dobló el amor, tanto, que después no se recataban de él tanto como de primero; y así quedó el cojo Vulcano arrepentido.
Pues andándose aviando el Antonio de Quiñones para irse al Pirú, sucedió que se trató el casamiento de doña Juana de Borja, hija del presidente don Juan de Borja y de doña Violante de Borja su legítima mujer, que a esta sazón ya era muerta, con el oidor don Luis de Quiñones, y se habían de desposar en la ciudad de Nuestra Señora de la Concepción, que pobló el gobernador Diego de Ospina en el valle de Neiva, a donde se había de llevar a la desposada y a donde había de venir el oidor, que estaba en el Pirú, por partir el camino.
Con esto dejó el Antonio de Quiñones su viaje por ir con el presidente, que para su intento todo era uno; y el Juan de Leiva perdió la ocasión que esperaba, por cuanto habían de ir todos en tropa, con lo cual procuró tomar otro camino.
Sucedió, pues, que la doña María de Vargas había escrito a Tunja a sus parientes los disgustos que tenía con el Juan de Leiva, y de cómo estaba determinada de irse a un convento de monjas y tratar de descasarse. Entre los parientes se trató el negocio y se acordó que Antonio Mancipe, cuñado de la doña María, viniese a Santa Fe y la metiese en un convento de monjas, y que pusiese luego el pleito de divorcio. Como ellos lo trataron en Tunja, se lo escribieron luego todo al Juan de Leiva, y de cómo había partido ya el Antonio Mancipe al negocio. Diéronle las cartas en la plaza de esta ciudad, donde las leyó. Estaba con él un primo suyo llamado Bartolomé de Leiva, que le había hecho venir de Toca, donde le tenía en sus haciendas, para que le ayudase en la ejecución de sus intentos.
Leídas las cartas, determinó el Juan de Leiva de matar al Quiñones aquel propio día, lo uno porque ya el presidente andaba de camino para irse al casamiento de la hija, y lo otro, porque ya venía cerca el Antonio Mancipe a meter a la cuñada en el convento y ponerle el pleito. Pues en la misma plaza, los dos primos concertaron el orden que habían de tener en matar al Antonio de Quiñones, y así el Juan de Leiva se fue a casa del presidente a sacar al Quiñones y llevallo al matadero. El primo se fue a poner en la parada para hacer el hecho, que fue en las casas de la morada de la doña María y del Juan de Leiva; el cual entró en casa del presidente y halló que el Quiñones estaba dando de vestir a su señor, que de esto hizo después mucho sentimiento el presidente, y puso gran diligencia por prender al Leiva, por haber sacado al Quiñones de su recámara para matarlo, con trato doble y alevoso. Opiniones hubo sobre si ésta fue traición o no, y salió en discordia. Pero yo diré un punto en derecho, y es éste: de menor a menor no hay privilegio; y correrá la misma razón de traidor a traidor. Por lo menos, cabe aquí muy bien aquello que se suele decir: "A un traidor dos alevosos".
Díjole el Leiva al Quiñones que su primo había venido a hacer cuenta con él de la hacienda que tenía en Toca a su cargo, y que ya le conocía cuán ocasionado era, y que él quería ahorrar pesadumbres; que le hiciese la merced de ir a su casa y hacer cuenta con él. Concedióselo el Antonio de Quiñones, y prevínose de armas para ir allá, aunque no de recato como debiera, pues le llamaba un enemigo tan conocido y tan declarado. Llevaba el Quiñones su espada, y por daga una pistola. El Leiva no llevaba espada por hacer mejor su hecho, y descuidarle. En la calle toparon al Juan de Otálora, platero de oro, que andaba buscando al Juan de Leiva para hacer la cuenta de unas joyas que le había hecho. Díjole:
--"Vamos a casa y haremos todas estas cuentas".
Con lo cual se fueron todos tres juntos; entraron en la casa; iba delante el Quiñones. Tenían prevenido un negro para que, en entrando, echase la llave en la puerta. En llegando el Quiñones al puesto donde estaba el Bartolomé de Leiva, el cual le dio la primera estocada o herida, dio una voz diciendo:
--"¡Que me han muerto!".
Allegó a este tiempo el Juan de Leiva, sacóle la espada de la cinta y diole con ella otras heridas, dejándolo con el primo para que lo acabase de matar; y él entró en busca de la mujer, que pensó no hallarla con el ruido que se había hecho, porque tuvo tiempo de arrojarse a la calle por una ventana, que eran bajas. Salía la pobre señora a ver qué ruido era el que había fuera. Topó con el marido, que le dio de estocadas, con lo cual murieron los dos amantes dentro de segundo día. Fue Nuestro Señor servido que tuviesen lugar de sacramentarse. El Juan de Otálora, que entró con ellos, viendo lo que pasaba, se metió en la caballeriza, porque no llevaba espada, y se escondió entre la yerba de los caballos.
Tenía el Juan de Leiva prevenido y ensillado un caballo rucio, el cual de días atrás tenía enseñado y adiestrado a subir y bajar aquel camino que va a la primera cruz que está sobre la cordillera de esta ciudad. Tomó la pistola y espada de Quiñones y subió en el caballo. El primo había salido delante primero e ídose hacia el convento de los descalzos, a donde esperó al Juan de Leiva, que en allegando donde estaba, lo echó a las ancas del caballo, tomando el camino de la cruz. Pasó la palabra del hecho a la plaza del presidente y justicias. Salieron tras los delincuentes, fuéronlos siguiendo, porque desde la plaza y calles los veían huir, subiendo la cuesta arriba. El que más diligencia puso en seguirles fue el oidor Lorenzo de Terrones, acompañado de Lorenzo Gómez, el alguacil. Ganó la cumbre el Juan de Leiva con su primo, apeáronse del caballo a descansar, porque veían el espacio que llevaban los que le seguían. Llevaba el Juan de Leiva una sotanilla de luto, cortóla por más arriba del lagarto, y echósela al caballo a las ancas, para cubrirlo, y para que subiese el primo.
Llegaron el oidor y el Lorenzo Gómez hasta ver el caballo. Víanlo por las ancas, parecíales morcillo, y el que llevaba Leiva era rucio. Diéronles voces de abajo diciendo: "Acá viene, acá viene", con que hicieron volver al oidor, porque lo cierto fue que reconocieron la determinación del Juan de Leiva, porque antes se había dejar matar que prender, y que se había de vender bien vendido o bien vengado. Reconocieron la ventaja de la pistola, y que la pendencia era o había de ser con hombres desesperados. Con lo cual determinaron de volverse y desviar al oidor de aquel riesgo. El Juan de Leiva y el primo dejaron el caballo en aquel puesto, cogieron el monte en la mano y emboscáronse. Confesó el Leiva que desde aquellos altos había visto los dos entierros. Algo sosegado el negocio, se bajaron por la quebrada de San Francisco y se fueron a San Diego, y de allí, saliendo de noche, a San Agustín.
El primo era poco conocido en esta ciudad. Con las diligencias que se hacían por prenderlos, no tenía lugar seguro. Pasóse el Juan de Leiva a esconderse a casa del canónigo Alonso de Bonilla, a donde también fue sentido. íbanle a prender dos oidores, don Francisco de Herrera y Lorenzo de Terrones. Tuvo poco antes aviso el canónigo; echó fuera de casa al Leiva, con hábito de clérigo, en manos del doctor Osorio y del padre Diego de las Peñas, sus sobrinos. Bajaban por la calle por donde venían los oidores. Fueron venturosos en tener esquina que atravesar. Abajaba por la propia casa Alonso de Torralba, receptor de la Real Audiencia, conoció al Leiva y díjole: "¿Aquí estáis agora? Pues allí viene el infierno todo junto". Topóse con los oidores y preguntáronle qué clérigos eran aquéllos. Díjoles que el doctor Osorio y el cura Diego de las Peñas y que al otro no lo había conocido. Con lo cual los oidores se fueron a casa del canónigo e hicieron la diligencia y no le hallaron.
De allí a cuatro o seis días salió el presidente para el valle de Neiva, al casamiento de su hija. Hizo noche en el pueblo de Ontibón, y no faltó quien dijo que aquella noche estuvo el Juan de Leiva en la plaza de aquel pueblo con los pajes del presidente, tratando de aquel negocio; que no fue mucho para un hombre atrevido y rematado como él lo estaba, pues se atrevió a andar en esta ciudad de noche, y con el dinero que tenía y con el primo se fueron a embarcar al puerto de Honda, donde se vieron en mucho riesgo y se volvieron al convento de San Agustín, de donde se fueron a la estancia del dicho convento, a donde el padre Barrera los tuvo escondidos muchos días en una cueva; y allí también fueron sentidos, porque envió la Real Audiencia a Lorenzo Gómez, alguacil de Corte, con gente para que los prendiesen; y tuvieron tan buena suerte, que la noche que llegó el Lorenzo Gómez, en su busca, se habían venido de madrugada a la ciudad, a buscar de comer.
Habló aquella noche el Lorenzo Gómez con el padre Barrera, el cual le afirmó que no estaban allí los hombres que buscaba. Pasó allí la noche, y al otro día estaba el fraile con aquel cuidado que volviendo de Santa Fe no los viesen o topasen. Con este cuidado estaba cuando los vido venir. Metióse por una era de trigo; salióles al encuentro y dioles el aviso, con que se pusieron en cobro. Dentro de pocos días los despachó para el Pirú, a donde se fueron; y de él a Castilla, de donde el Juan de Leiva escribió al presidente, su señor, cómo quedaba en Lucena, su patria, a donde se había casado con una viuda rica; diciendo por conclusión de su carta: "¡Plegue a Dios, señor, que sea mejor que la otra!".
Después se dijo en esta ciudad que habían quemado al Juan de Leiva, por haberle hallado culpado en cierta moneda falsa. Lo cierto es que mide Dios a los hombres con la vara que ellos propios miden, porque no deja el mal sin castigo ni el bien sin galardón.
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Por muerte del arzobispo don Pedro de Ordóñez y Flórez, fue electo por arzobispo de este Nuevo Reino el doctor don Fernando Arias de Ugarte, obispo de Quito, natural de esta ciudad de Santa Fe; y pues doy cuenta de los prelados de esta santa Iglesia metropolitana, no se enfade el lector de que la dé un poco más larga de un hijo suyo, que por sus virtudes llegó a ser su prelado. Sirvióla en su niñez de acólito; y habiendo comenzado a estudiar gramática, le envió su padre a España, de poco menos de quince años, y en ella estudió leyes hasta graduarse; y estando abogando, fue nombrado por auditor general de los alborotos del Reino de Aragón, sobre la fuga que hizo de Madrid el secretario Antonio Pérez, los cuales averiguados vino a Indias proveído por oidor de Panamá, a donde le dejaremos hasta el siguiente, porque descanse el lector y yo, el necesitado.